miércoles, 7 de diciembre de 2011

Detalles sin importancia

El inspector real entró con la prisa acostumbrada a la estación de pesca, un edificio no tan alto como los demás, pero pintoresco y de estructuras alegremente combinadas. Se administró una píldora al pasar por el botiquín de mármol, lleno de remedios de hierbas medicinales y sustancias verdes o azules con olor a océano, etiquetadas con sus nombres y propiedades. Hacía demasiado calor y dolor de cabeza, tan temprano en la mañana. Quedaba un día entero para recorrer la ciudad, inspeccionar el trabajo de los supervisores a cargo de las ramas de producción que hacían del imperio el indiscutible centro del universo y volver a palacio para dar el parte del día a los sombríos ministros.
Al final del pasillo, en la segunda planta, estaba el local del jefe de pesca submarina, que podía saber de cualquier cosa menos de geología, no porque no quisiera sino porque simplemente nunca le había interesado. Sonrió cuando notó la presencia del inspector observándolo desde su posición de inquisidor, listo para levantar un dedo en favor del castigo más severo si descubría algún fallo en la obra. Le entregó las escrituras debidamente ordenadas, esperó a que terminara de examinarlas y dijo, lleno de calma bonachona:
-¿Está todo bien?
-Así es -contestó el inspector-. Déjeme, no obstante, decirle algo. Sus hombres no deben dejar las minas en el agua por la sección A22 del área este. Nuestros sabios han tenido la visión de un movimiento sísmico por esa zona, así que... ya usted sabe.
Se fue, quejándose de los calores y jaquecas.

(Ilustración: Denys San Jorge - detalle)
 «¡Maldito inspector!», pensó el jefe en un momento de desahogo, «Sabía que todo estaba perfecto, pero tenía que decirme algo, aunque solo fueran detalles sin importancia. ¿Qué se creerá? ¿Que nadie más que él conoce su trabajo?». Como tenía mucho que hacer, apagó ese lado insultado el cerebro y se sumergió en sus fórmulas.
A muchos kilómetros de allí, los buzos de la ciudad comenzaban a recoger sus enseres de pesca cuando se percataron de una extraña vibración en el agua. Uno de los hombres, que se había quedado rezagado en el arrecife de coral, contempló impresionado cómo las especies de peces salían huyendo del lugar. En eso recordó que todavía faltaba por desactivar una parte de las minas, mas al punto supo que era demasiado tarde.
- ¿Y cree usted, profesor, que la Atlántida dejara de existir por culpa de sus propios habitantes?
- No estoy completamente seguro de ello, mi estimada señorita, pero si nosotros seguimos creyendo en que el mar nos brinda sus riquezas para que las explotemos sin control, vamos a acabar como ellos. ¡Y eso sí se lo puedo asegurar!
- ¡Yo pensaba que la ciencia de los atlantes era naturalista!
- También yo, pero según pude comprobar en mis últimos viajes a la zona donde se pretende que estén los restos de la ciudad, parece que usaban explosivos submarinos para la pesca y la minería. Es muy posible que éstos hayan provocado que un pequeño maremoto se convirtiera en la perdición de la cultura entera.
Las alarmas sonaron más fuerte que nunca por todo el imperio. Ya podía verse cómo el atardecer se oscurecía con el avance de una gigantesca ola de más de veinte metros de altura. Entró la multitud en la plaza central bajo el pánico de los gritos y atropellos, sin embargo, la presencia del Supremo Jefe calmó un poco los ánimos.
- ¡Ha llegado la hora del Abhumnberdioum! -gritó dirigiéndose a las masas-. No estaba en los planes, pero no nos queda más remedio. ¡Todos dentro del templo de los astrónomos, rápido!
- ¡Señor, la ola estará aquí en dos grongs!
- Vamos a tener que sacrificar mucho para que unos pocos se salven... el quinto universo paralelo puede ser la única salida. 
- ¡Venga, por aquí!
- ¡Solo Uhyí sabe qué quedará de nuestro amado reino!
- ¡Supremo, que no hay tiempo!
- ¡Ah, sí! ¡Comiencen la transferencia! ¡Activen el Triángulo!

 Jeffrey Álvarez Massón

Felipe

Llevaba años mirando a Felipe, años, no sabía su nombre pero esos ojos, esa mirada y esa sonrisa las conocía muy bien. Él vivía cerca, eso era lo que pensaba cada vez que lo encontraba por casualidad y tras mucha observación descubrió cuál era su casa, dónde trabajaba, quién era su padre.
En todo ese tiempo ambos habían creado una vida; él: hombre de esposa de papeles e hijos; ella: divorciada con hijos y con un marido que felizmente la acompañaba por la vida.
El saludo entre ellos iba y venía, unas veces se veían más seguido, casi a diario y otras demoraban semanas en encontrarse. Su táctica, mirarla a los ojos, sonreírle discretamente y lanzar sus buenos días en las mañanas o sus cómo estás en las tardes. Su estrategia, devolverle la mirada para luego bajar la vista como apenada, como mujer de otro hombre que no se permite deslices en la vida, responderle los buenos días y seguir su camino con prisa.
Pero llevaba años mirando a Felipe y ya había empezado a soñarlo. Fue una noche sin quererlo, él la esperaba en una calle, su misma calle para llevarle la jaba con los mandados, iban muy conversadores, como jamás había sucedido y en el momento de separarse ella le dejó su teléfono. Después de eso el sueño se repitió en su mente una y otra vez pero ahora despierta. Imaginó su llamada para citarla a conversar, procuró la escena donde  siguieron caminando y enrumbados en un delicioso ir y venir sin dar importancia al punto donde debían separarse, cada quien por su camino; puso también una pizca de las desgracias que los harían juntarse a vivir esa historia pendiente en sus vidas o al menos en la de ella.
¿Qué pensaría Felipe?, ¿Cómo sería?, ¿Se habría fijado en ella solo para molestarla, solo para demostrar su hombría de macho seductor?
Si era así, él lo había logrado, ella pedía a gritos conocer a Felipe. En las oportunas soledades de su cuarto aprovechaba para fantasear con él. Él la iba desnudando, su beso era estremecedor como nunca y sus dientes repasaban sus rincones aprisionando lentamente sus carnes. La lengua de su Felipe imaginario en su sexo la humedecía y sus propias manos eran las que terminaban frotando sus labios bajos en busca de su mejor música.

(Ilustración: Denys San Jorge - detalle)
No fueron exactamente las desgracias, pero los caprichos del destino y de la gente que espera se entrelazan haciendo realidad los más profundos deseos, por eso sintió que tenía una oportunidad, tal vez una única oportunidad.
Ya pasaba por su calle buscando encontrarlo, lo vigilaba desde su ventana para verlo pasar. Al saludo ya no salía apurada, tenía la oculta intención de quedarse cerca y esperar las palabras que necesitaba, las que cambiaran las cosas. Pero la espera desespera y el tiempo jamás fue eterno, ella nunca había increpado a un hombre para hablarle, jamás había tenido que tomar la iniciativa aunque este era un caso de vida o muerte, para poder seguir con su vida, tenía que conocer a Felipe.
Dos días lo estuvo espiando a través de su ventana sin resultado alguno, pasó por su calle, por su acera de ida y vuelta y no lo encontró. Ya de regreso lo vio atareado y siguió de largo no sin antes escuchar su – pss pss - de llamado al que no hizo caso. Corrió lo más que pudo a su ventana, a su función de espía. Demasiado pronto lo vio tomar la calle. Miró a todos lados asegurándose de la ausencia de miradas indiscretas, salió a su encuentro lo más rápido que pudo y logró arrancarle un -adiós- que respondió con una sonrisa. Él continuó su camino y ella quedó insatisfecha. Aquel tenía que ser el día. Dio media vuelta y le siguió los pasos, él pronto la advirtió y la esperó en una acera. Le dijo algo que ella no escuchó y que no podrá recordar porque estaba sorda, caminaron con sonrisas unos segundos, tragó en seco, respiró por última vez y entonces se atrevió a preguntar.
- ¿Cuándo tú y yo vamos a conversar,… diferente?
Ya ese encuentro es pasado, ya comprobó lo exquisito de sus besos, sus manos en su piel dejaron de ser un sueño, se conoce su cuerpo desnudo, varonil, ahora sus imágenes tienen un nombre -Felipe- y algunas madrugadas su teléfono suena, ella deja su cama tibia y con ronquidos estridentes, se viste, cierra bien la puerta y en la otra esquina, la espera un auto.

Evelyn Hastie Navarro

Última vez

En los años de infancia deslizarse en las canales era toda una festividad, subir por la escalera, acomodarse en lo más alto y luego dejarse llevar por la pendiente. De adultos, los deslices siguen sonando a fiesta, mira que uno los evita, pero en definitiva el momento se vuelve sublime.
Así pensaba ella, la del quinto piso, la que adoró siempre jugar en el parque y ahora lleva a su pequeña a disfrutar del mismo lugar. Tiene una vida hecha, como dirían los adultos, pero tiene, por demás una soledad a la que nombra absurda.

(Ilustración: Denys San Jorge)
Su último desliz fue hace tres semanas y desde entonces se había propuesto que aquella sería la última vez. En los primeros días el recuerdo de aquel juego la atormentó. Quería volver a probar, repetir, pero hizo todo por evitarlo. Le siguió el tiempo de adaptarse, ya no lo necesitaba tanto, dejó de pensar y de buscar el encuentro y casi que lo convierte en pasado. Por último la indiferencia. Podía estar cerca sin que ello representase un peligro y  podía incluso  lanzar para sus  adentros frases  como “¡Qué lindo!” pero se mantenía firme en su propósito. Se imaginó curada, no había nada que hacer, no necesitaba deslizarse por la vida, hermosa su urna de cristal.
Cuánta seguridad en sí misma, que quinto piso tan alto y salvador, como para no encontrar distracciones. Qué sublime momento desbarató su castillo de naipes. Se encontraron y él le dijo:
- Esta semana estoy de vacaciones.

Evelyn Hastie Navarro